La debacle política del PLD y el gobierno


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El autor es abogado y profesor universitario. Reside en Santo Domingo.
Uno de los elementos más peliagudos de la presente coyuntura política reside en que gran parte de los dirigentes y militantes del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), acaso reos de su pasada racionalidad de triunfos o poseídos por el entendible espíritu de negación que es propio de los tiempos de tragedia o duelo, no acaban de reparar en que la opción electoral que ellos representan está actualmente a la deriva.

     (El aserto es también válido para los aliados y la red mediática y empresarial que siempre han operado alrededor del PLD: su postura presente de continuar hablando y comportándose como si éste todavía fuera la invencible falange política que fue en el pasado reciente es comprensible porque a quienes orbitan nunca les resulta fácil ver los cambios que se han producido en el espacio dominado por el cuerpo mayor. Y algo parecido puede decirse de los invitados de última hora en la bacanal oficialista: los remanentes -con ya precario gafete institucional- del otrora poderoso perredeísmo).
     Y es que el PLD, como se sabe, devino en los últimos tres lustros como la principal fuerza electoral del país (sólo o como cabeza de alianzas), y creó un perfil y una percepción sociales de éxito e invencibilidad con pocos precedentes en el devenir político nacional. Pero su situación de hoy, valga la insistencia, ya no es la misma: desde octubre del año pasado ese cuadro bonancible ha estado empalideciendo de manera sostenida, y aunque hubo momentos en los que pareció empezar a recuperar sus colores, en estos instantes encara desdibujamientos letales para sus cometidos comiciales.
    Ciertamente, y si nos atenemos estrictamente a los hechos, desde su relanzamiento como opción para los referidos eventos eleccionarios el PLD sólo ha podido exhibir dos incidencias favorables: la realización de unas primarias organizacionalmente serenas (cuyos resultados, sin embargo, fueron cuestionados por una de las partes en competencia, implicaron una victoria pírrica del precandidato oficialista y, al final, una quebradura interna), y una colocación de preeminencia -nimia, pero certificada hasta esta fecha por las encuestas de fiar- en las preferencias ciudadanas respecto a la Fuerza del Pueblo (FP), entidad que agrupa a sus antiguos conmilitones disidentes.
     Esas dos incidencias favorables, empero, están paradójicamente relacionadas con lo que es la debilidad más ostensible del PLD: el citado agrietamiento interno con predominio oficialista, que por mínimo que resulte a la postre significará fuga de apoyos, disgregación de fuerzas, desmovilización psicológica y, subsecuentemente, pérdida de potencialidades electorales… Ni los adornos retóricos ni el optimismo de campaña pueden borrar la plomiza simpleza de lo ocurrido: fue una ruptura, no una “resta para sumar” (que se da a veces en política) ni una recomposición.
     Más aún: a la sensación general de que la gestión correctora de la escisión no ha reportado el éxito esperado, se le ha adicionado una situación cuya trascendencia político-electoral no da pie a titubeos de opinión: el rechazo social contra el PLD ha estado en aumento constante y ya es cotidiano y ruidoso, y sólo alguien afectado de ceguera o sordera puede ignorar que ese fenómeno ahora tan ostensible le ha restado favorabilidad a aquel y ha afectado negativamente al licenciado Gonzalo Castillo, un candidato que (como sugiere la particular ocurrencia de que se ha situado al margen del debate político-electoral, siendo sustituido por personalidades cercanas al presidente Danilo Medina), continúa caminando cuesta arriba en la pedregosa ruta electoral dominicana.
     (En un trabajo anterior ya se dijo que esa ausencia de la controversia en principio fue motorizada por el efecto de los “memes” que sobre el licenciado Castillo se viralizaron en las redes debido a su no muy diestro manejo del discurso, pero también fue un recurso destinado a tratar de revertir su situación estacionaria a través del énfasis en la búsqueda  del voto partidario y de la publicitación apabullante de los “logros” de la gestión del licenciado Medina, tratando de robustecer la imagen de aquel con bondades prestadas. Un papel estelar a ese respecto ha sido desempeñado por los “análisis” de personalidades cooptadas, el bocinazgo mediático y, finalmente, la activación política del funcionariado, dentro del que sobresale el licenciado José Ramón Peralta, quien ha reemplazado a los tradicionales voceros y se ha convertido en el mejor postulante del peledeísmo y del gobierno).
     Por otra parte, no se debe olvidar que el PLD pudo poner en marcha con éxito la aludida táctica de apabullamiento publicitario y anestesia de opinión (buscando un cambio de la percepción colectiva para ocultar la realidad de fondo que marca el nulo crecimiento de la candidatura del licenciado Castillo) porque estaba favorecido por la singular circunstancia de que el pasado 16 de febrero serían realizadas elecciones municipales, y las particularidades de éstas le permitían hacer uso del disfraz aludido y convocar el sentimiento peledeísta en paralelo a la puesta en movimiento de toda la logística estatal y empresarial que ha sido su soporte material más importante.
     La verdad es, empero, que con la suspensión de esas elecciones la suerte le ha sido adversa nueva vez al PLD: esto ha perjudicado políticamente al gobierno (y al presidente Medina, cuya popularidad ha sido siempre mayor que la del licenciado Castillo), puesto que gran parte de la población continúa permeada por la creencia de que éste no ha estado al margen de lo ocurrido, creencia patente en el gran movimiento de opinión que se ha desarrollado al respecto (denunciando a la Administración por todos los medios, incluyendo los toques de cacerolas) y, en especial, con la desusada reacción de la juventud de la clase media en demostraciones explícitamente antigubernamentales.  
     Y ojo: la particularidad de ese movimiento de opinión no consiste únicamente en el tipo de personas que lo está llevando a efecto (gente que hasta hace poco se guardaba sus opiniones para la intimidad o que todos suponían indiferencia o cercanía ante el actual estado de cosas), sino en el objetivo nuclear en el que coinciden independientemente de si simpatizan o no con grupos o partidos oposicionistas: exigir que los peledeístas “se vayan ya” de la dirección del Estado. O sea: tan inusitada es la participación como la demanda, pues ni siquiera la Marcha Verde insistió en tan puntual objetivo por el chantaje que le trató de tipificar como un movimiento de subversión del ordenamiento democrático.
     De manera, pues, que ojalá y desde el litoral de los oficialistas la lectura deje de ser borrosa: todo indica que la mayoría de los dominicanos ya no los quiere como gobernantes, y que (sin abandonar las diferencias y los matices de opinión en otros aspectos) se ha identificado y seleccionado al licenciado Luis Abinader como el instrumento más expedito para lograr el designio de derrotarlos electoralmente. Más allá de la fortaleza de la oposición, el deseo de cambio se ha generalizado en la nación, y poca gente ve posibilidades de reversión del mismo en lo que queda de campañas electorales.
     En un contexto como el reseñado, los peledeístas deberían entender que ya ni siquiera les conviene aparecer como victoriosos en cualesquiera de las elecciones de este año, pues nadie va a creer que ganaron en buena lid. Si bien necesitan tener un desempeño decente para preservarse como fuerza política y, también, en su pleito con el leonelismo por la adhesión de las bases antes comunes, un triunfo suyo sería considerado ilegítimo por la mayoría de la sociedad dominicana y podría crear las condiciones para el surgimiento de una atmósfera de ingobernabilidad y resistencia activa. En otras palabras: a diferencia de lo que acontecía en el pasado (y a despecho de que en la democracia se participa para ganar o perder), gran parte del país no parece estar en disposición de aceptar como válida y con los brazos cruzados una reconfirmación robada en el poder de las huestes oficialistas.      
     Así las cosas, el PLD y el gobierno no tienen otra opción que abocarse a una reformulación de sus tácticas y estrategias: su problema no es ya vencer al licenciado Abinader (objetivo que se ha develado imposible de lograr), sino tratar de impedir que gane en la primera vuelta (lo que cada vez se hace también mas improbable) y, más específicamente, empeñar sus esfuerzos en mantener su votación por encima de la del doctor Leonel Fernández (porque hasta esto se le puede obstaculizar si continúa la repulsa colectiva de que es objeto hoy), dado que los últimos muestreos (Mark Penn/Stagwell y Greenberg Quinlan Rosner) sitúan a su candidato a una distancia relativamente corta de aquel (entre siete y ocho puntos).       
     Por todo ello, la conclusión resulta clara y elemental: los incumbente actuales del gobierno están francamente en el derrumbadero y, al margen de deseos o intereses, harían bien si empiezan, con cuerda resignación democrática, a preparar sus bártulos para marcharse sosegadamente, porque lo otro -y que no se olvide, por favor- seria lo impensable: la ingobernabilidad, a resultas de la inestabilidad política, el caos social y la parálisis económica.
     Y que conste: lo que precede no es una amenaza ni nada que se le parezca, sino un llamado por adelantado a la reflexión, el sentido común, la cordura y el respeto a la voluntad popular, puesto que según la más reciente encuesta creíble (Greenberg Quinlan Rosner-Diario Libre del 3 de marzo) sólo el 24 por ciento de los potenciales votantes asume la candidatura del licenciado Castillo, mientras que casi el 75 por ciento la rechaza… La aritmética electoral luce reveladora: la debacle política del PLD y el gobierno es, francamente, una realidad incontestable.
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